Es una mañana de Enero, salgo de Salamanca, hace frío, el campo está cubierto con una capa blanca, ha helado durante la noche. Todo parece dormido, la neblina envuelve silenciosa la tierra yerma. La carretera me adentra en pleno campo charro. Encinas, robles… testigos mudos del tiempo que se detiene y parece anclado en épocas pasadas. Los animales despiertan de un largo sueño, majestuoso el toro, orgullosa la vaca madre, juguetona e inconsciente de su futuro la vaquilla, portador de un mañana el becerro….Voy hacia Cabezal Viejo…
Me intriga la bella Mirobriga en la actualidad Ciudad Rodrigo, llamada así por haber crecido en manos del conde Don Rodrigo… detengo mis pasos para llenarme de historia. Me impresiona su doble muralla, su catedral gótica, las muchas iglesias que en cualquier esquina me encuentro cuando recorro tranquila sus estrechas y serpenteantes callejuelas. Su Plaza Mayor donde se celebra el conocido Carnaval del Toro siguiendo un ancestral rito del toro que perdura como seña de identidad. Sus palacios barrocos y renacentistas, antiguas moradas de hombres ilustres que en épocas pasadas, habitaron este hermoso lugar. Testigo de batallas desde que sus fundadores los Vetones, tribu celta cuyo tótem era el toro, consideraron este asentamiento como un lugar privilegiado de carácter defensivo, al estar en un alto, con el río a sus pies y desde donde se puede contemplar la sierra de Francia y lo territorios fronterizo con Portugal.
A pocos Kilómetros está mi destino. Paso por la calle principal de la pequeña pedanía de casitas blancas Águeda del Caudillo, uno de los pueblos de colonización que se fundaron por estas tierras. Y bordeando el río Águeda, llego a la finca donde pace la ganadería de D. José Cruz Iribarren, un bilbaíno que encontró en este rincón salmantino, el lugar que siempre soñó para crear un mundo propio donde el toro bravo es el protagonista. Sencilla y recia la puerta de madera que me recibe y tras abrirla se me inunda el corazón de sensaciones. Parece un cuadro pintado a plumilla, lleno de un verde intenso, todo en orden como si fuese un inmenso salón esperando a un invitado especial. Así me siento, cuando tímido aparece el sol y lo llena todo de una luz dorada. Cabezal Viejo me da la bienvenida y de algún modo se que quedaré unida para siempre a este lugar mágico.
Alguien me dijo que impresionaban las paredes de piedra que la cercan, de cantos rodados, altas y bien cuidadas. Emblema de esta finca que la hace distinta y única. ¡El elogio se quedó pequeño!
Para conocer este lugar maravilloso, lo hago de la mano y en la compañía de la persona que lo cuida y mima. Rafael Cruz, hijo de Don José. Rafael es un hombre de ojos verdes, del color del mar que tanto extraña cuando está en el campo.
Cercano y sincero cuando habla de su vida, de su padre, de su ganadería, de sus sueños heredados y de los propios. Desde que su maestro, amigo, compañero, su aita… se fue hace un año y le dejo huérfano de su afecto, consejo, compañía, consuelo. Siente aún más su generosidad, le regaló las alas de la libertad para crear su propia obra.
Entre lágrimas, que se le escapan traviesas, me confiesa: “Seguro que siempre está vigilante y me cuida en mis decisiones desde donde esté, aunque quiero creer que se quedó aquí y que esos pasos que escucho cuando para el viento, en esas tardes en que todo se detiene, son sus pies que caminan junto a los míos”.
Me emocionan sus palabras y entiendo porque un lugar por sí mismo no es distinto, la diferencia está en quien lo habita.
Rafael es de Vizcaya y tal como es y como se siente, es su casa cálida, acogedora con un amplio ventanal que llena de luz el espacioso salón donde me recibe que hace que el exterior se fusione con el interior . Y es que lo esencial es invisible a los ojos, esta en las sensaciones, no está en la fachada, ni en los adornos sino en la palabra, en la actitud. Y sentados frente a la chimenea me cuenta su historia…
“Mi padre fue novillero, Joselillo Cruz cuando era un chaval se paseó por estas tierras charras, quería ser torero y su sueño desde entonces fue tener una finca y ser criador de toros. En el año 1991, compramos esta finca, con un lote de setenta vacas a Arturo Cobaleda y un semental de Barcial que refrescamos con sangre de Santa Coloma y con ello estuvimos hasta el año 2000. Los patas blancas que tantos quebraderos nos dieron, pero que nos traen recuerdos de los inicios. Actualmente componen la ganadería ciento ochenta vacas de vientre que compramos a Daniel Ruiz aunque la idea es llegar a las doscientas. Le compramos a Daniel ochenta eralas y treinta y cinco cinqueñas con sus respectivos sementales. El cambio es inmenso, es que a esto se viene a pasarlo bien”.
Le pregunto, mientras se enciende un cigarrillo. Cómo es el toro que busca y con el que sueña. Me responde despacio, sabiendo lo que quiere.”Un toro con mucha transmisión, que haga pensar, que humille y que se rompa en el último tercio, que le permita al torero desarrollar lo que lleva dentro. Pero sobre todo que emocione. Morfológicamente un toro que en su conjunto sea amónico, bajo, que tenga pitones, con expresión en los ojos y de cara fina y lavada. La ganadería brava es evolución y es lo que hace que se desarrolle, un juego medido de combinaciones, ninguna al azar y lo que hace que sea un cambio constante que nos lleve al animal ideal”.
“Cortesano” es el padre de la ganadería, murió, pero ha dejado su simiente y su cabeza preside un lugar de honor en esta casa.
Se explaya en sus explicaciones, y se adentra en sus secretos.
“Nuestros animales no se caen y eso es porque seguimos a rajatabla los parámetros que rigen una ganadería brava, el manejo sin prisa, cuidar con mimo el entorno, ser muy rigurosos con el calendario sanitario, la selección y la alimentación. Alimentación que nosotros mismos fabricamos en el silo, controlada por nutrólogos que elaboran la formulación del pienso que comen los animales”.
Nos sigue comentando que la ganadería es todavía muy joven. Estamos empezando en esto, veinte años no son nada… me dice entre risas recordando la letra de la canción. Es lo ilusionante, lo que lo hace este mundo grande, apasionante y diferente cada día. No le falta razón pues nada en la vida es perpetuo excepto la memoria. Concluye su relato, recordando una frase que el repite a menudo… “Lo que me da el campo no me lo dan las plazas, aunque echo de menos el mar”. Me mira y sonríe……” Es que me crié junto a él”.
Gracias Rafa por haber compartido conmigo un trozo de ti, de tu campo, de tu mar….hasta pronto.